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He
sabido esperar. Han pasado los años, los siglos…. El tiempo….
Implacable tic, tac… segundo a segundo me ha mantenido expectante
hasta el momento de asomarme al mundo y saludar a los míos. Los he
visto marchar desde siempre. Desde los tiempos en que éramos muchos y
entre mis casas, caminos y prados no encontrábamos lo suficiente para
vivir con dignidad, hasta momentos más recientes en que voces de
progreso y oportunidades encantaron a los pocos que quedaban.
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Hoy me
veo solo. Por mis caminos ya hace mucho que no cantan los ejes de los
carros ni resuenan cascos de caballos. Ni tan siquiera picotean las
gallinas ni lloran ni ríen los niños.
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No es
tristeza, no obstante, lo que me acerca a esta ventana, sino más bien
cierto sentimiento de satisfacción. Entre las paredes de mis casas,
otros tiempos crecieron personajes relevantes que, movidos siempre por
un espíritu aventurero, se fueron a descubrir nuevos horizontes.
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Era
allá por el siglo XVIII cuando Matheo Méndez decidió llevar mi nombre,
el nombre de su pueblo: Vilarmirón, nada más y nada menos que a
Nápoles como teniente del Regimiento Zamora. Luego serían sus hijos
Juan Antonio y Manuel, cuyos primeros pasos se dieron también entre
mis caminos y prados, quienes decidieron que se oyera mi nombre en el
lejano Perú (Juan Antonio como corregidor de la comarca de Collaguas),
y en Salamanca y México por boca de su hermano Manuel que fue
sirviente del ilustre académico Ignacio Ceballos.
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Como
podéis observar los míos, como buenos gallegos, siempre fueron
aventureros y soñadores, es por eso que me asomo aquí no sin cierto
orgullo, como cualquier padre que ve a sus hijos independizados,
respetados y queridos allá dónde estén.
Con
estos condicionantes no es de extrañar que el cartero que muchos años
recorrió la comarca, el entrañable Adosindo, hubiese nacido y vivido
en Vilarmirón.
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