El día que fui Bahamontes

Por: “Pícaro”

 

-No se te ocurra marchar ¿eh? - Mi padre me conocía bien

-Noooo. Estaré por la carretera, junto a la taberna.


Sería la primera vez que me alejase en bicicleta más de lo que alcazaba la vista desde la puerta de casa. Mi padre y mi abuelo preparaban las herramientas, las cuerdas para atar la carga en el carro y las vacas. Mi abuelo había dispuesto que esta vez irían la Galana y la Pastora porque caminaban más aprisa. Por la mañana mi padre se había sentado en el suelo, debajo del hórreo, con los hierros de cabruñar entre las piernas y había dedicado un buen rato al rozón: Clink, clink, clink, clak, clak, clink, clink…. En la zona de “Pena da Lousa”, a poco más de dos kilómetros de casa, teníamos una finca de monte bajo y se había decidido ir hasta allí en busca de broza, tojo y matorral (en la zona lo llamamos “molido”) para cubrir el suelo de las cuadras. Se había acordado la noche anterior que mi padre se adelantaría con la bicicleta y para cuando llegase mi abuelo con el carro, él ya tendría buena parte del trabajo hecho. Rápidamente me apunté a la excursión. En casa había dos bicicletas: la grande, de mi padre con barra horizontal entre el sillín y el manillar y la otra, la de mujer, la que tenía la barra curvada para facilitar el paso de la pierna femenina sin que se perdiese el debido recato. Esa era la mía, y mis seis años de hombría nunca se habían sentido menospreciados. Me costó un berrinche convencer a mi padre para que me llevase con él. ¡Ya hacía cuatro meses, por lo menos, que me sostenía solo y conseguía dar la pedalada completa! 


-¡Pero si no llegas al sillín!

-¿Y quéeee? ¡Pero no caigo!

Llegué pedaleando. Dejé mi bicicleta tumbada en la cuneta al lado de la de mi padre y metí una gran bocanada de aire en el pecho al advertir sus ojos desmesuradamente abiertos mirándome. Cuando llegó mi abuelo, mucho después, me alagó diciéndome que estaba hecho todo un ciclista. ¡Sí! ¡Eso es! ¡Sería ciclista!

El regreso prometía. Mi padre y mi abuelo cargaban el carro, mientras yo daba vueltas por el llano intentando llegar hasta el árbol y regresar cada vez más rápido. Contaba en voz baja y a veces en voz alta. Tardaba cuarenta en ir y volver, y alguna vez, para animarme, contaba más lento y tardaba sólo treinta.

Por fin llegó mi padre pedaleando junto a la taberna y yo, con el rostro encendido de emoción y esfuerzo, me puse a su lado. Era cuesta abajo hasta llegar a la curva del Porto. Unos trescientos metros de intensidad manteniendo el ritmo sin esfuerzo. Yo era bueno, qué duda cabe. Mi padre no conseguía adelantarme. Justo a la salida de la curva comienza la cuesta arriba que pasa por delante del Vilar y se prolonga unos cientos de metros más allá del Villarín. Todavía me pregunto qué le pudo pasar a la cadena de mi bicicleta porque, nada más salir de la curva, adquirió una tensión tal que me impidió seguir pedaleando. La de mi padre no. Él continuaba, eso sí a menor ritmo, sentado sobre el sillín y volviendo la cabeza hacia mi me dijo sonriendo:


-¡Anda, vuelve para casa!

-¡No!


Mi padre se alejaba lento, balanceándose con cada pedalada y yo, parado a un lado con las manos en el manillar, observaba la cadena en su sitio sin comprender. Seguí, pero a pie, empujando cuesta arriba aquel pesado artilugio con ruedas. Me tomé mi tiempo y de vez en cuando probaba a subirme de nuevo pero la tensión de la cadena no aflojaba. En uno de los intentos puse el pie en el pedal de la derecha y al levantar el otro pie me fui al suelo por la izquierda y la bicicleta detrás. A mi padre ya no se le veía. Yo, un rasguño. La bicicleta bien. Seguimos, andando el uno y rodando la otra y por fin el llano. Milagrosamente la tensión de la cadena aflojó y pude sentir de nuevo la sensación de desplazarme sin caminar. Recordé entonces que en la radio Telefunken que había en la cocina, se hablaba a menudo de un hombre que había conseguido premios corriendo en bicicleta. Se llamaba “Vaalmonte” creo. ¿Quizás podrían hablar también de mí?

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-¡No se te ocurra marchar ¿eh?!

-¡Nooo, sólo voy hasta allí!


Más allá del primer árbol había un eucalipto. Tal vez tardase sólo cincuenta en llegar hasta él. ¡Mmmm…! ¡Sesenta y cinco! Después de varios intentos llegué a sesenta y fijé la próxima meta en la curva siguiente ¡En setenta lo hago!

Después de la curva comenzaba una tentadora cuesta abajo y, como la tensión de la cadena había desaparecido definitivamente, descubrí que podía tomar las curvas sin girar el manillar, inclinándome ligeramente. El equilibrio era total y la bicicleta y yo éramos uno. Cada vez más rápido. Seguro que ahora en el Telefunken estaban hablando de mí. Curva a la derecha. ¡Rápido, rápido! El viento en la cara. Cuesta abajo, sin pedalear y más rápido. ¡Había descubierto la velocidad! ¿Estaría mi madre escuchando la radio? ¡Menuda sorpresa cuando volviese mi padre a casa!

¡Más rápido, más rápido…! Curva a la izquierda. ¡Pero… Qué…! Perdí la concentración. Al salir de la curva del Villarín, cuando casi se llega al Vilar, vi venir de frente, caminando cuesta arriba con la bolsa de bandolera, a Adosindo, el cartero, y la bicicleta se puso nerviosa. Creo que se espantó, como hacía a veces nuestra yegua, y terminamos los dos rodando en los pies del buen hombre. Me recuerdo en sus brazos. Las arenas de grava teñidas de sangre en la rodilla, el enorme bulto en la frente, las palmas de las manos como las de un crucificado y el picor en la garganta que ahogaba un llanto que delataban mocos y lágrimas repartidos por las mejillas. La rueda delantera dislocada y la varilla del freno rota completaban el parte de lesiones. Terminé la cuesta abajo como la había hecho al subir, a pie y con la bicicleta al lado.

-¡Hace mucho que llegué! –Le diría.

-Lo escuché por la radio –Comentaría orgullosa mi madre.

No me felicitaron en casa, pero mientras cenábamos, el Telefunken contaba las hazañas de “El Cordobés” ¡Ah…! ¡Eso sí que lo dominaría yo! ¡Las vacas de casa me obedecían temerosas cada vez que me acercaba con la vara! ¡¡Sería torero!!