La Serpiente alada

 

- ¡¡Toma otro vaso que viene bien para el frío!! Este “orujo” es bueno. Vino de Orense el año pasado y aún me queda una botella.

-¡¡Ahhh…!!- después de beber- ¡Sí señor… Está bueno!

-¡¡Niño… Echa otro tronco al fuego que no se apague!!

-Falta hará. Yo no recuerdo otro invierno tan frío como éste.

-¡¡Echa otro poco hombre!!

- Ya… ya echo. No me cargues mucho sino cuando llegue a casa….. ¡¡Vaya morros!!

El viento estrellaba copos de aguanieve en las contraventanas mientras Luna, la perra, se enroscaba sobre sí misma en el rincón más protegido del cobertizo.

-Señora Carmen…. ¿Se acuerda de aquello que contó el año pasado sobre una serpiente que mamaba de las vacas?

Un escalofrío recorrió algunos cuerpos e, incluso cerca del fuego, se pudo ver alguna piel de gallina en brazos arremangados hasta el codo.

-¡¡Ay Dios….!! Aquello fue muy comentado. ¡Ya se lo había oído yo contar a mi madre!

-Cuéntelo otra vez señora Carmen, que yo no me acuerdo mucho del cuento.

-¡Ay…! ¡Cuento no es!

- Bueno, pues… cuento o verdad, cuéntelo si hace el favor.

 -“Hace ya bastante tiempo en Vilarmide, donde nací, vivía una familia formada por el padre, la madre, dos hijos pequeños y el padre de ella. Tenían poco y sobrevivían casi a base de  caridad, de lo que podían cosechar en una tierra poco fértil y de la leche que obtenían de una triste vaca. La vida no era fácil.

Esperanza, la madre, maltrataba su espalda a diario acarreando lotes de leña. Luego, dos veces al mes, calentaba el horno y cocía pan y roscas, unas de trigo y la más de centeno.

 Aquel día era especial porque hacía dos semanas que la vaca había parido el primer ternero, y la expectativa del pan recién horneado con leche tenía a los chiquillos más alterados que de costumbre.

Al caer la tarde, el abuelo Tomás entró en la cuadra dispuesto a ordeñar y encontró al ternero recostado en un rincón. Se acercó y lo vio inmóvil, muerto.

La inquietud de los niños se volvió llanto y la tristeza se apoderó por igual de abuelo, padres y vecinos. Aquel infortunio se fue repitiendo año tras año y ningún ternero llegó a superar el mes de vida.

A la edad de doce años Antonio, el mayor de los hermanos, decidió investigar el misterio y noche tras noche velaba en la cuadra sin notar nada anormal en el ternero. Hasta que una noche, un tanto adormilado, creyó oír un leve ruido… Algo se arrastraba entre las hojas secas del suelo. Lentamente se fue incorporando y, a la luz del pequeño candil de aceite, creyó adivinar como algo blancuzco, cilíndrico, del grosor de los fuertes brazos de su padre, se enroscaba en una pata de la vaca y trepaba hasta alcanzar las ubres. Intentó gritar pero un fuerte picor en la garganta le impedía articular palabra. Presa del pánico inició una carrera descontrolada hacia la puerta, llevándose por delante parte de las herramientas arrimadas a la pared. El extraño ser que mamaba de la vaca se vio igualmente sorprendido y ante el asombro del niño, desplegó unas pequeñas alas con las que inició un indeciso vuelo hasta alcanzar la puerta que Antonio había conseguido abrir.

El silencio y la expectación cruzaron por la cocina. Algunos se removieron en sus asientos buscando una postura más cómoda que les permitiera escuchar sin distracción. Los vasos se llenaron nuevamente y las niñas se acurrucaron cerca de su madre.

La señora Carmen cogió un tronco y removió las brasas avivando el fuego que, como si también quisiese escuchar, se enderezó y retorció abrazando la leña de la lareira. Una pequeña nube de chispas centelleantes flotó en el ambiente y la señora Carmen comenzó a narrar:

Día tras día y noche tras noche familia y vecinos, armados de hachas, hoces y palos, se turnaron en grupos a la espera de una nueva visita. Pasó más de una semana y se llegó a pensar que todo había sido producto de una pesadilla. Pero ante la insistencia del muchacho decidieron hacer la guardia escondidos, dejando libre el acceso a la cuadra.

Dos días después al atardecer, Alexadre do Castelo y Pedro Coteno vieron como entre unos matorrales, al pie de la casa, asomaba una enorme cabeza blanca de serpiente que precedía un largo y voluminoso cuerpo alado. Inmediatamente dieron la voz de alarma pero sólo pudieron ver como se alejaba en un torpe vuelo a ras de suelo. Siguieron su rastro hasta ver como se introducía entre las grietas de una peña próxima.

Tras mucho debatir y probar diferentes y fallidos sistemas para cazar a la extraña serpiente alada, acertó a pasar por Vilarmide un mendigo que, enterado del suceso les dijo:

- Debéis hacer entre todos una gran bola de miga de pan, amasada con vuestra propia saliva y colocarla a la entrada de la cueva. La serpiente la comerá y será el modo de hacerla desaparecer.

No sin cierta incredulidad, los vecinos del pueblo hicieron lo que el mendigo les había dicho, y pasados tres días, encontraron las alas de la blanca serpiente a la entrada de la cueva.

Nunca más se volvieron a ver serpientes aladas en Vilarmide.”

Envíanos tus cuentos o tus recuerdos a: documentacion@vilarmide.net